“Stat
rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.” (El
nombre de la rosa, U. Eco, semiólogo.)
¿Hacen los nombres a
las cosas? O, por el contrario, ¿las cosas llevan implícito su nombre?
Paleolítico, Neolítico... dos nombres, dos periodos, dos realidades. La piedra
antigua, la piedra nueva... ¿nada más que eso? En absoluto: nos encontramos
con dos nombres muy poco adecuados a lo que intentan representar en la
actualidad. Por un lado, el proceso general de hominización que se produce en
el Paleolítico; por otro lado, la gran revolución neolítica que ha llevado a
nuestra especie hasta donde está en este momento. Porque la escala temporal es
engañosa: el Neolítico, a pesar de las connotaciones que su nombre lleva, es
un periodo que ha durado muy poco en el continuo de la historia, y que en muchos
aspectos no ha acabado aún. Cuando se deja atrás el estudio del Paleolítico
y se entra en lo que hemos convenido en llamar el Neolítico, lo primero que
llama la atención es que estamos hablando de algo bien reciente, tanto que nos
reconocemos en ello: hablar del Neolítico es hablar de nosotros mismos.
Cuando
empieza este período de la historia humana, el Homo
sapiens ya es la
especie elegida (en palabras de Arsuaga). Su biología y su anatomía
están fijadas en las que reconocemos como las nuestras. Su expansión
geográfica ha tenido un desarrollo imparable, y todo lo que empezó
en el Paleolítico inicia un cambio que bien puede calificarse de
revolucionario. Esta idea de cambio, de neolitización, más que de
período estático, es la esencial en esta etapa histórica. Y no es
en singular como debe hablarse (si bien la agricultura es
posiblemente la “estrella” más espectacular de dicho cambio),
sino en plural. En efecto, la neolitización es un conjunto de
cambios –que algunos piensan que eran inevitables- difícilmente
estudiables por separado: cambios tecnológicos y biológicos,
económicos y sociales, mentales y religiosos. El germen de dichos
cambios no es difícil rastrearlo en el Paleolítico, pero es hace
unos doce milenios cuando su eclosión permite a la especie
considerarse plenamente humana en el sentido absolutamente
moderno del término.
Los
cambios que observamos y englobamos en el proceso –los procesos,
realmente, ya que hay varios focos independientes- de
neolitización son cambios totalmente relacionados entre sí,
profundamente imbricados los unos en los otros, y con potentes
mecanismos de realimentación mutua. Todos los cambios son facetas
diferentes de una misma realidad, y no cabe hablar de un “orden”
en ellos. Por ejemplo, no es la aparición de la agricultura lo que
crea la religión del neolítico (por más que transforme
profundamente las creencias religiosas), de la misma manera que
tampoco es la creencia religiosa la que hace inventar la agricultura
(por más que la incorpore simbólicamente en su imaginario). Todo es
un continuo, todo es simultáneo, y las actividades relacionadas
con la subsistencia se mezclan, relacionan y potencian en un marco de
creencias religiosas que a su vez se nutren del simbolismo de esas
actividades. La conocida máxima del primum
vivere, deinde philosophari
no es aplicable a los procesos de neolitización, no existe una “masa
crítica” de conocimientos, de riquezas, a partir de la cual sea
posible el paso a otras actividades de carácter “más
intelectual”. La religión existe desde siempre, es un hecho
inherente a la condición que llamamos humana, y ya en el Paleolítico
cabe decir que el hombre es religioso (Domínguez, Nadal, en
Tema 2). Así pues, dado que la religión es un rasgo, una
característica cultural propia de la especie, definitoria en gran
medida de la misma, cabe ver su influencia, su enorme influencia, en
el proceso de neolitización que nos ocupa.
En cuanto a la religión en sí misma, la
neolitización no hace tabla rasa de las creencias anteriores, pero las
transforma enormemente, y puede decirse que las convierte en lo que podemos
llamar “religiones agrarias”, dado que la aparición de la agricultura –se
proponen diferentes causas, ver Cauvin p.ej.- es el fenómeno más llamativo de
la neolitización. Esta religión agraria lleva consigo el germen, la semilla,
de las grandes religiones universalistas del mundo antiguo, como se verá en su
momento. La religión del Neolítico, como lo fue la del Paleolítico y lo
serán las que le sigan, no tiene ningún carácter explicativo de la realidad
que rodea al hombre. La sociedad de este periodo es –no puede serlo de otra
manera- una sociedad de discurso mítico, integrada en la naturaleza, y la
religión no pretende explicar nada, sino unirse con algo, viviéndolo.
Tampoco tiene un carácter justificativo, impositivo (como se ha comentado en
el foro de la asignatura), que si se ha dado posteriormente no se debe
interpretar como un rasgo propio de la religión, mucho menos de la neolítica.
Así pues, nos encontramos en un momento en
que la religión, nacida con el hombre, puede considerarse el “marco
general”en el que este hombre inicia el proceso de neolitización. No es que
no haya nada más que la religión en su vida, pero sí que toda su vida se
mueve dentro de unas creencias religiosas nacidas hace mucho tiempo, que se van
a transformar asimilando los cambios de todo orden que van a producirse.
La
aparición de la agricultura, hecho clave en la neolitización, hace
que el hombre deje de tomar de
manera directa lo que la tierra le da espontáneamente, iniciando un
proceso de manipulación de la misma, de manera que regula la
producción de los alimentos que necesita. La agricultura, que no
tenía porqué ser la mejor de las opciones de subsistencia, “ata”
a la población a un territorio reducido, a la vez que le asegura el
sustento. La intervención del hombre en ese territorio es completa
–para los parámetros del momento- y ello conlleva un cambio en la
actitud hacia la naturaleza y, consecuentemente, en las creencias
religiosas que en ella se sustentaban. Las religiones pre-agrarias
dejan de servir en un mundo, el del Neolítico, en el que la
intervención, de carácter voluntario, del hombre sobre la
naturaleza, contradice necesariamente el carácter sagrado de la
misma. Por ello, las religiones agrarias generan una serie de
creencias, mitos y ritos de carácter nuevo, de acuerdo con sus
nuevas relaciones con el entorno. Y lo hacen bien, en el sentido de
que esa adaptación a la nueva situación perdurará durante
milenios, pasando al mundo antiguo y al moderno, adaptándose una y
otra vez a los cambios de las sociedades industriales y
post-industriales, en las que la dependencia que el hombre tiene de
la tierra es mucho menor.
En
las sociedades agrarias surgidas durante la neolitización, se
agudiza la necesidad –ya conocida de antes- de un correcto conocimiento y uso de
los ciclos naturales, de los que ahora depende la supervivencia. El
tiempo agrícola alcanza así un valor sagrado, y aparece lo que
podemos llamar un tiempo religioso, cuajado de celebraciones y
fiestas que, en cierta manera, ayudan a hacer más comprensible el
ciclo cósmico del que tanto se depende. La importancia del
conocimiento y el control del ciclo de siembra/recolección alcanza
así unas dimensiones tales que logran, en un efecto de
realimentación, influir en las creencias y prácticas religiosas.
Es, por ejemplo, en este momento en el que empieza a aparecer el
concepto de templo-granero, que asegura la conservación de lo
necesario para reiniciar el ciclo de la próxima cosecha. Puede verse
así pues la relación existente entre el tiempo, en sentido
amplio, y las creencias religiosas.
Y
también puede verse claramente la influencia mutua que tuvieron la
religión y el uso del
territorio. Para una población sedentaria, con el territorio
compartimentado, es natural el pensar en ese territorio como algo
sagrado, el centro del mundo, el omphalos.
Algunos lugares
especiales de ese territorio se sacralizan más todavía,
construyendo en ellos los templos, p.ej. La división del territorio,
su apropiación, conlleva el ponerlo bajo la protección divina, y
algunos rituales, como las procesiones, así lo intentan. En un
territorio ocupado permanentemente, la vivienda adopta también
formas y modelos más estables, tanto a nivel de grupo de parentesco
(con viviendas de planta circular y rectangular, con diferente
simbolismo, representando la circular “lo natural” y la
rectangular “lo artificial”) como a nivel de grupo suprafamiliar,
apareciendo poblados y pronto ciudades (especialmente “grandes”
en Mesopotamia). Esta organización del territorio introduce un
dualismo entre lo propio y lo ajeno, que indudablemente cohesiona al
grupo pero inevitablemente lo enfrenta “al otro”. En ese espacio
la actividad del hombre se impregna de religiosidad, y aparece
la diferenciación entre el papel de la mujer, madre dadora de vida
como la tierra, y el del hombre, potencia que fecunda la tierra, en
semejanza con la primera hierogamia cielo/tierra, Urano/Gaia
(Eliade). A imagen de lo que hace la naturaleza, el hombre desea y
procura una fertilidad sin cortapisas, “creced y multiplicaros...”
es el mensaje que recibe de su entorno sacralizado y fecundo. Y en
ese crecer, el agua –posiblemente por motivos de escasez dado los
entornos geográficos en los que arranca la neolitización- tiene un
papel esencial, unas veces como fruto de la unión del cielo y de la
tierra, otras veces como origen de la fecundidad, incluso de la
propia creación del mundo. Estos mitos de creación tienen sus
primeras representaciones en el arte parietal, con un buen ejemplo en
el arte rupestre sahariano.
En
ese tiempo y en ese espacio
sacralizados, el hombre neolítico trabaja. El trabajo se
especializa, y las nuevas tecnologías producen conocimiento y
herramientas que hacen aumentar el rendimiento de ese trabajo. En
cierta manera, tienen un poder más allá de lo natural, superpuesto
de manera mágica (como la metalurgia post-neolítica, por ejemplo,
ver “Herreros y alquimistas” de M. Eliade). La sacralización del
trabajo induce mecanismos de solidaridad en el grupo, especialmente a
través de las festividades, y conduce también al sacrificio,
cruento o incruento, símbolo de la unión entre los miembros del
grupo y con la divinidad.
Si
el trabajo se ha sacralizado, es lógico que sus frutos también lo
hagan. Cada producto adopta (o es adoptado) por un dios diferente,
dioses que viven, mueren y renacen con el producto de la tierra al
que están asociados, ciclo fácilmente
reconocible en las diferentes religiones post-neolíticas del
mundo antiguo. Y el ciclo vital del grano, de la semilla que renace,
origina la creencia en un mundo y una vida más allá de la muerte,
idea recogida también por las religiones posteriores. Esa esperanza
en lo perdurable inicia la gran importancia de los enterramientos,
que en realidad lo que hacen es unir simbólicamente el mundo de
los vivos con el de los muertos.
Con lo sagrado influyendo de tal manera en lo cotidiano
del hombre neolítico, se produce la aparición del “especialista”
de lo sagrado, como lo hay de otras actividades. Se observan dos
modelos de esa especialización, el sacerdocio comunal (una mejora
del chamanismo) y el sacerdocio eclesiástico. El primer modelo se
legitima a través de la representación de la sociedad ante los
dioses, en una clara vocación de servicio. El segundo modelo deriva
hacia la burocratización de los rituales, hacia las
explicaciones y conocimientos teológicos complicados, de manera que
se aleja inevitablemente de sus representados.
Vemos
pues que la neolitización es un conjunto de cambios relacionados
completamente entre sí, y cuya argamasa esencial
es la mentalidad del hombre, sus creencias, marco general en el que
se van produciendo esos cambios. Es un proceso que comienza hace unos
doce milenios en diferentes sitios, y que en realidad puede decirse
que no acaba hasta la revolución industrial de hace un par de
siglos, e incluso más tarde en algunas partes de la Tierra. A partir
de mediados del siglo pasado, especialmente en el mundo europeo, la
sociedad post-industrial ha entrado en una etapa de profunda crisis
de valores, de resultado imprevisible, y en esa crisis reconocemos
realmente el fin del Neolítico.
(José Carlos Vilches Peña. Vielha, abril 2006.)