1.Epistemología, relatividad cultural y ontología.

Muy cerca del Trópico de Cáncer, aguas abajo del muro de la presa que posiblemente más haya cambiado el modo de vivir de una sociedad, hay un lugar donde se reúne cada día un buen número de personas. En la orilla izquierda del semi­domesticado y caudaloso río, unas dunas de pendiente suave incitan a la conversación, al baño, al pequeño comercio... Los visitantes de ese lugar proceden de muy diferentes sitios, y llevan consigo sus conocimientos, actitudes y deseos. Todos, sin excepción, ven fluir a sus pies el río, cuyo agua huye desde su pasado en Tana hasta su futuro en el Delta, y les hace una breve visita en el presente de las dunas, en "su" presente.

De la misma manera que fluye el agua del río, fluye la historia ante nuestros ojos. Y lo hace más deprisa que el río: del hoy al mañana viajamos a la máxima velocidad temporal posible.

Esa sensación de rapidez del acontecer, de la huída del presente –fugit irreparabile tempus, decía Virgilio- empuja a algunas personas, en busca del tiempo pasado, a estudiar más a fondo que otras el devenir histórico. Los llamamos historiadores, por simplificar, pero entre ellos encontramos importantes diferencias en cuanto a sus propósitos y métodos.


Lo primero que se observa en la gente de nuestras dunas es que conviven en ellas culturas absolutamente diferentes. Desde el habitante local, que se acerca a comerciar mínimamente con los visitantes de fuera, hasta el extranjero total­mente desubicado que va simplemente porque le han llevado, pasando por el estudioso que hace un alto en sus visitas a las cercanas tumbas.

Los historiadores actuales se enfrentan en su estudio del pasado –y de su proyección en el presente- con la misma situación. Si algo caracteriza el momento histórico actual, cada vez más globalizado por múltiples motivos, es el es­trecho contacto entre culturas dispares. Esa situación actual ha movido el péndulo de la historia desplazándolo hacia "el otro". La acuciante sensación actual de que es necesario comprender, en aras de la convivencia, al que nos es ajeno, ha motivado que los historiadores se estén dedicando cada vez más a incorporar a esa historia a aquellas civilizaciones del pasado que antes estaban excluidas. Este esfuerzo se concreta en la importancia que han adquirido recientemente la historia de las mentalidades, la historia de las religiones,... en contraposición con la clásica historia factual, de orientación muchas veces tecnológica, desarrollista en cuanto a la economía, de "progreso". La llamada hasta hace poco "historia universal", muchas veces asimilada a "historia occidental" o incluso –más limitadamente aún- "europea", está realmente intentando hacer honor a su nombre con la incorporación del estudio de las civilizaciones hasta ahora "sin historia". Los historia­dores están superando el antiguo prejuicio de que la escritura marcaba la diferencia entre la no-historia y la historia, y cada vez más la historiografía incorpora fuentes orales (y pictóricas) en un plano de igualdad con las escritas, haciendo posibles otras historias hasta ahora (mal) consideradas imposibles.

Para poder acceder pues al diálogo intercultural desde una perspectiva relativizadora, ha sido necesario abandonar aquella manera de contar la historia que, arrancando en el momento de la aparición del logos griego en el siglo VI aC, discurría plácidamente de la mano firme de Roma en su camino hacia la Edad Media y el glorioso Renacimiento, en una relativamente cómoda conviven­cia con las religiones, que iban contrastando y aquilatando sus ideas a medida que avanzaba el conocimiento científico... Pero antes del logos hubo el mythos, y hoy no puede dejarse de lado este hecho si se quiere realmente universalizar la historia.

Esta realidad de relatividad cultural que ha empujado hacia las "otras" historias presenta una dificultad importante: las "otras" culturas se basan en una ontología esencialmente diferente de la nuestra, que es desde la cual se hace historia. Ello provoca la existencia de una paradoja que el historiador debe superar en la medida de lo posible: desde la historia se está haciendo la historia de la "no-historia"...

Para conseguir acercarse a esas otras civilizaciones no-occidentales, el historiador debe tener clara esa diferencia ontológica, y debe asumir un posicionamiento personal como punto de partida de ese acercamiento.


Los visitantes de nuestras dunas –el presente del río-, al reencontrarse, se cuentan sus viajes, explican sus viven­cias... unos lo hacen con todo lujo de detalles, y creen que lo que explican es exactamente "lo que pasó de verdad". Otros, prudentes en menor o mayor grado, simplemente creen que lo que cuentan es "cómo lo vieron", sin más... Sus explicaciones son "veraces", en el sentido de que cuentan las cosas que han visto sin exageraciones, tergiversaciones ni ocultaciones; su comportamiento puede calificarse de ético hacia quienes les escuchan...

De la misma manera, los historiadores adoptan diferentes posiciones respecto a su manera de enfocar el estudio del pasado, es decir, se posicionan desde un punto de vista epistemológico. Los más optimistas afirman que el pasado es reconstruible de manera completa, única y objetiva. Es simplemente, dicen, cuestión de recoger, analizar y encajar todos los hechos conocidos (procedentes de fuentes objetivas claramente contrastadas). De esta manera, el pasado será "positivamente" conocido por todos por igual, y la verdad histórica será la misma para todos en cuanto se profundice lo suficiente en el análisis de los hechos y las relaciones entre ellos. Este posicionamiento epistemológico ha imperado hasta hace relati­vamente poco en la manera de hacer historia, al menos en el mundo occidental. La idea de que es posible una recons­trucción fiel, objetiva, del pasado, puede ser calificada de "excesivamente optimista", y no precisamente por el hecho de faltar o sobrar datos, (situaciones que pueden corregirse) sino porque hay una evidente dificultad en conseguir esa objetividad absoluta que se pretende. Es, evidentemente, una opción válida desde un punto de vista personal, pero que peca –así parece hoy en día- de ingenua.

De esta manera, hoy por hoy se admite que la historia no es, no puede ser, tan objetiva como se pensaba. El histo­riador "más prudente" concede, desde luego, a las fuentes un carácter objetivo, dado que existen y están contrastadas, pero comprende que su acercamiento a la historia es, por motivos personales múltiples, subjetivo. La selección de las fuentes a usar, su proceso de análisis, su interpretación,... si bien seguirán los procedimientos reconocidos del método que se esté usando, llevarán una carga de subjeti­vidad inevitable y asumida. En el extremo, este llamado nominalismo, (el pasado sólo existe en los discursos, en los nombres) si deja de ser "moderado" se convierte prácticamente en una filosofía de la historia, ya que despoja a las fuentes de su carácter objetivo, afirmando que incluso una fuente bien conocida es abordada por el historiador de forma inevitablemente subjetiva, ya que la ve, por definición, desde aquí y ahora, no en el contexto en el que se originó.

El nominalismo, tanto el moderado como el puro, exige al historiador el máximo rigor en su método y en su ética personal, debiendo ser pues –valga la paradoja- objetivo en su subjetividad. Así como el positivista se erige en una especie de "notario" pasivo del pasado, rehaciéndolo objetivamente, el nominalista interviene activamente en esa reconstrucción desde su subjetividad personal, obligándose por tanto a un esfuerzo suplementario de autocontrol y crítica.

Se abandona así pues la idea de que la historia puede ser "científica" en sentido estricto, ya que se considera que más que el pasado, la historia es la visión del pasado que se hace desde aquí y en este momento. Hay que aceptar que el posicionamiento epistemológico está sometido a las circunstancias –de todo tipo- del historiador, y que el reconocimiento de esa subjetividad obliga a extremar el rigor en el método, máxime cuando, en la actualidad, la historia utiliza una gran cantidad de técnicas y procedimientos "prestados" por (casi) todas las ciencias conocidas.


En nuestros visitantes de las dunas a orillas del río, podemos reconocer claramente dos tipologías muy diferenciadas: una parte de ellos se siente muy cómoda volviendo repetidamente a las dunas, conviviendo de manera natural con la naturaleza que las rodea, y aceptando, en sus conversaciones con los demás, las múltiples ideas de éstos; y, por el contrario, nos encontramos con visitantes esporádicos, que usan el sitio sin realmente llegar a sentirse cómodos en él, y que tienden a rechazar aquellas ideas que no coinciden con las suyas.

En las civilizaciones que estudia el historiador también se reconocen claramente dos ontologías muy diferentes, tanto que se consideran inmiscibles la una con la otra.

La más reciente (nacida aproximadamente en el siglo VI aC, de la mano de filósofos griegos como Aristóteles) da origen al que podemos llamar discurso lógico (aunque los adjetivos filosófico y científico también serían aplicables), y se desarrolla esencialmente en lo que llamamos el mundo occidental.

Este discurso lógico es el que impregna hoy en dia también nuestras sociedades occidentales/occidentalizadas, y nos es bien conocido. En su esfera de aplicación, entiende que los hechos y acciones humanas son valiosos en sí mismos dada su singularidad, y tendentes en última instancia a la explicación científica del mundo. Esa singularidad –prevalencia de los hechos- conduce de forma natural a una actitud clasificatoria y fragmentada cuando se trata de explicar la naturaleza. Y de manera inevitable, esa explicación se hace de manera causal, ordenada, lineal. El discurso lógico se mueve más cómodamente en la esfera del tiempo corto, y sólo a veces se interna en el terreno del ciclo, del tiempo medio, sobre todo desde el punto de vista económico. Las civilizaciones de discurso lógico se mueven en el ámbito de lo profano ("fuera del templo"), si bien la religión coexiste, en otro plano, con ese discurso, ya que el discurso mítico no desaparece del todo, salvo en la actualidad, en la que en algunas sociedades, como la europea, está en claro retroceso.

Puede decirse que las "otras" civilizaciones, que llamamos de discurso mítico, existen desde siempre. Ese nacimiento temprano en la historia de la humanidad las lleva de forma natural a considerar que los hechos actuales, profanos, no tienen ninguna importancia si no se refieren a un pasado remoto, iniciático, primordial, en el que todo adquiere sentido. Hay, por tanto, un momento/lugar inicial, donde todo empezó, y que da sentido a todo lo posterior. Ese momento/lugar está fuera del tiempo, es atemporal, y todo lo que deba recuperar/fortalecer su carácter sagrado/trascendente debe volver, una y otra vez, a ese momento/lugar para conseguirlo. La permanencia, la repetición, el recurso al tiempo largo, se oponen claramente a las concepciones singulares y de tiempo corto más propias del discurso lógico. Otra de las características básicas del discurso mítico, su carácter integrador con la naturaleza, deriva posiblemente de ese nacimiento temprano. El discurso mítico no pretende "explicar" la naturaleza desde fuera de ella, va más allá e intenta explicar procesos más amplios, unitarios, idealmente de orden cosmogónico, en donde el hombre es solamente una parte más de todo el conjunto, integrado totalmente en él. Y para ello, el discurso mítico recurre a una multiplicidad de aproximaciones sobre un mismo fenómeno, dada la complejidad y riqueza simbólica del mismo, acrecentada además por su repetición arquetípica. Dichas aproximaciones son, en ese discurso, complementarias y no coplanarias. En oposición al discurso lógico, un mismo fenómeno puede tener diferentes maneras de ser descrito, que no son contradictorias porque abordan distintos aspectos de una realidad compleja, con múltiples facetas. Evidentemente, esta multiplicidad vista desde el discurso lógico, totalmente lineal, puede parecer incoherente, sin serlo en absoluto.

 

La impermeabilidad entre ambos discursos no es motivo para que no sean compatibles, generando ambos (con diferentes mecanismos) conocimiento diferente sobre realidades diferentes: conocimiento del pasado –de "todos" los pasados-, facilitando así la comprensión y aceptación de lo que ese pasado ha traído hasta nuestro presente.

(José Carlos Vilches Peña. Vielha, marzo 2006.)