Muy
cerca del Trópico de Cáncer, aguas
abajo del muro de la presa que posiblemente más haya cambiado el
modo de vivir de una sociedad, hay un lugar donde se reúne cada día
un buen número de personas. En la orilla izquierda del
semidomesticado y caudaloso río, unas dunas de pendiente suave
incitan a la conversación, al baño, al pequeño comercio... Los
visitantes de ese lugar proceden de muy diferentes sitios, y llevan
consigo sus conocimientos, actitudes y deseos. Todos, sin excepción,
ven fluir a sus pies el río, cuyo agua huye desde su pasado en Tana
hasta su futuro en el Delta, y les hace una breve visita en el
presente de las dunas, en "su" presente.
De la misma
manera que fluye el agua del río, fluye la historia ante nuestros ojos. Y lo
hace más deprisa que el río: del hoy al mañana viajamos a la máxima
velocidad temporal posible.
Esa
sensación de rapidez del acontecer,
de la huída del presente –fugit irreparabile tempus, decía
Virgilio- empuja a algunas personas, en busca del tiempo pasado, a
estudiar más a fondo que otras el devenir histórico. Los llamamos
historiadores, por simplificar, pero entre ellos encontramos
importantes diferencias en cuanto a sus propósitos y métodos.
Lo
primero que se observa en la gente
de nuestras dunas es que conviven en ellas culturas absolutamente
diferentes. Desde el habitante local, que se acerca a comerciar
mínimamente con los visitantes de fuera, hasta el extranjero
totalmente desubicado que va simplemente porque le han llevado,
pasando por el estudioso que hace un alto en sus visitas a las
cercanas tumbas.
Los
historiadores actuales se enfrentan en su estudio del pasado –y de su
proyección en el presente- con la misma situación. Si algo caracteriza el
momento histórico actual, cada vez más globalizado por múltiples motivos, es
el estrecho contacto entre culturas dispares. Esa situación actual ha movido
el péndulo de la historia desplazándolo hacia "el otro". La acuciante
sensación actual de que es necesario comprender, en aras de la convivencia, al
que nos es ajeno, ha motivado que los historiadores se estén dedicando cada vez
más a incorporar a esa historia a aquellas civilizaciones del pasado que antes
estaban excluidas. Este esfuerzo se concreta en la importancia que han adquirido
recientemente la historia de las mentalidades, la historia de las religiones,...
en contraposición con la clásica historia factual, de orientación muchas
veces tecnológica, desarrollista en cuanto a la economía, de "progreso". La
llamada hasta hace poco "historia universal", muchas veces asimilada a "historia
occidental" o incluso –más limitadamente aún- "europea", está realmente
intentando hacer honor a su nombre con la incorporación del estudio de las
civilizaciones hasta ahora "sin historia". Los historiadores están superando
el antiguo prejuicio de que la escritura marcaba la diferencia entre la
no-historia y la historia, y cada vez más la historiografía incorpora fuentes
orales (y pictóricas) en un plano de igualdad con las escritas, haciendo
posibles otras historias hasta ahora (mal) consideradas imposibles.
Para
poder acceder pues al diálogo intercultural desde una perspectiva
relativizadora, ha sido necesario abandonar
aquella manera de contar la historia que, arrancando en el momento de
la aparición del logos griego en el siglo VI aC, discurría
plácidamente de la mano firme de Roma en su camino hacia la Edad
Media y el glorioso Renacimiento, en una relativamente cómoda
convivencia con las religiones, que iban contrastando y
aquilatando sus ideas a medida que avanzaba el conocimiento
científico... Pero antes del logos hubo el mythos, y hoy no puede
dejarse de lado este hecho si se quiere realmente universalizar la
historia.
Esta
realidad de relatividad cultural que ha empujado hacia las "otras"
historias presenta una dificultad importante:
las "otras" culturas se basan en una ontología
esencialmente diferente de la nuestra, que es desde la cual se hace
historia. Ello provoca la existencia de una paradoja que el
historiador debe superar en la medida de lo posible: desde la
historia se está haciendo la historia de la "no-historia"...
Para conseguir acercarse a esas
otras civilizaciones no-occidentales, el historiador debe tener clara
esa diferencia ontológica, y debe asumir un posicionamiento personal
como punto de partida de ese acercamiento.
Los
visitantes de nuestras dunas
–el presente del río-, al reencontrarse, se cuentan sus viajes,
explican sus vivencias... unos lo hacen con todo lujo de
detalles, y creen que lo que explican es exactamente "lo que
pasó de verdad". Otros, prudentes en menor o mayor grado,
simplemente creen que lo que cuentan es "cómo lo vieron",
sin más... Sus explicaciones son "veraces", en el sentido
de que cuentan las cosas que han visto sin exageraciones,
tergiversaciones ni ocultaciones; su comportamiento puede calificarse
de ético hacia quienes les escuchan...
De la misma
manera, los historiadores adoptan diferentes posiciones respecto a su manera de
enfocar el estudio del pasado, es decir, se posicionan desde un punto de vista
epistemológico. Los más optimistas afirman que el pasado es reconstruible de
manera completa, única y objetiva. Es simplemente, dicen, cuestión de recoger,
analizar y encajar todos los hechos conocidos (procedentes de fuentes objetivas
claramente contrastadas). De esta manera, el pasado será "positivamente"
conocido por todos por igual, y la verdad histórica será la misma para todos
en cuanto se profundice lo suficiente en el análisis de los hechos y las
relaciones entre ellos. Este posicionamiento epistemológico ha imperado hasta
hace relativamente poco en la manera de hacer historia, al menos en el mundo
occidental. La idea de que es posible una reconstrucción fiel, objetiva, del
pasado, puede ser calificada de "excesivamente optimista", y no precisamente por
el hecho de faltar o sobrar datos, (situaciones que pueden corregirse) sino
porque hay una evidente dificultad en conseguir esa objetividad absoluta que se
pretende. Es, evidentemente, una opción válida desde un punto de vista
personal, pero que peca –así parece hoy en día- de ingenua.
De
esta manera, hoy por hoy se admite que la historia no es, no puede
ser, tan objetiva como se pensaba. El
historiador "más prudente" concede, desde luego, a
las fuentes un carácter objetivo, dado que existen y están
contrastadas, pero comprende que su acercamiento a la historia es,
por motivos personales múltiples, subjetivo. La selección de las
fuentes a usar, su proceso de análisis, su interpretación,... si
bien seguirán los procedimientos reconocidos del método que se esté
usando, llevarán una carga de subjetividad inevitable y asumida.
En el extremo, este llamado nominalismo, (el pasado sólo existe en
los discursos, en los nombres) si deja de ser "moderado" se
convierte prácticamente en una filosofía de la historia, ya que
despoja a las fuentes de su carácter objetivo, afirmando que incluso
una fuente bien conocida es abordada por el historiador de forma
inevitablemente subjetiva, ya que la ve, por definición, desde aquí
y ahora, no en el contexto en el que se originó.
El
nominalismo, tanto el moderado como el puro, exige al historiador
el máximo rigor en su método y en su ética personal, debiendo ser
pues –valga la paradoja- objetivo en su subjetividad. Así como el
positivista se erige en una especie de "notario" pasivo del
pasado, rehaciéndolo objetivamente, el nominalista interviene
activamente en esa reconstrucción desde su subjetividad personal,
obligándose por tanto a un esfuerzo suplementario de autocontrol y
crítica.
Se
abandona así pues la idea de que la historia puede ser "científica"
en sentido estricto, ya que se considera que más que el pasado, la
historia es la visión del pasado que se hace desde aquí y en este
momento. Hay que aceptar que el posicionamiento epistemológico está
sometido a las circunstancias –de todo tipo- del historiador, y que
el reconocimiento de esa subjetividad obliga a extremar el rigor en
el método, máxime cuando, en la actualidad, la historia utiliza una
gran cantidad de técnicas y procedimientos "prestados" por
(casi) todas las ciencias conocidas.
En
nuestros visitantes
de las dunas a orillas del río, podemos reconocer claramente dos
tipologías muy diferenciadas: una parte de ellos se siente muy
cómoda volviendo repetidamente a las dunas, conviviendo de manera
natural con la naturaleza que las rodea, y aceptando, en sus
conversaciones con los demás, las múltiples ideas de éstos; y,
por el contrario, nos encontramos con visitantes esporádicos, que
usan el sitio sin realmente llegar a sentirse cómodos en él, y que
tienden a rechazar aquellas ideas que no coinciden con las suyas.
En las
civilizaciones que estudia el historiador también se reconocen claramente dos
ontologías muy diferentes, tanto que se consideran inmiscibles la una con la
otra.
La
más reciente (nacida
aproximadamente en el siglo VI aC, de la mano de filósofos griegos
como Aristóteles) da origen al que podemos llamar discurso lógico
(aunque los adjetivos filosófico y científico también serían
aplicables), y se desarrolla esencialmente en lo que llamamos el
mundo occidental.
Este
discurso lógico es el que impregna hoy en dia también nuestras
sociedades occidentales/occidentalizadas, y nos es bien conocido. En
su esfera de aplicación, entiende que los hechos y acciones humanas
son valiosos
en sí mismos dada su singularidad, y tendentes en última instancia
a la explicación científica del mundo. Esa singularidad
–prevalencia de los hechos- conduce de forma natural a una actitud
clasificatoria y fragmentada cuando se trata de explicar la
naturaleza. Y de manera inevitable, esa explicación se hace de
manera causal, ordenada, lineal. El discurso lógico se mueve más
cómodamente en la esfera del tiempo corto, y sólo a veces se
interna en el terreno del ciclo, del tiempo medio, sobre todo desde
el punto de vista económico. Las civilizaciones de discurso lógico
se mueven en el ámbito de lo profano ("fuera del templo"),
si bien la religión coexiste, en otro plano, con ese discurso, ya
que el discurso mítico no desaparece del todo, salvo en la
actualidad, en la que en algunas sociedades, como la europea, está
en claro retroceso.
Puede
decirse que las "otras" civilizaciones, que llamamos
de discurso mítico, existen desde siempre. Ese nacimiento temprano
en la historia de la humanidad las lleva de forma natural a
considerar que los hechos actuales, profanos, no tienen ninguna
importancia si no se refieren a un pasado remoto, iniciático,
primordial, en el que todo adquiere sentido. Hay, por tanto, un
momento/lugar inicial, donde todo empezó, y que da sentido a todo lo
posterior. Ese momento/lugar está fuera del tiempo, es atemporal, y
todo lo que deba recuperar/fortalecer su carácter
sagrado/trascendente debe volver, una y otra vez, a ese momento/lugar
para conseguirlo. La permanencia, la repetición, el recurso al
tiempo largo, se oponen claramente a las concepciones singulares y de
tiempo corto más propias del discurso lógico. Otra de las
características básicas del discurso mítico, su carácter
integrador con la naturaleza, deriva posiblemente de ese nacimiento
temprano. El discurso mítico no pretende "explicar" la
naturaleza desde fuera de ella, va más allá e intenta explicar
procesos más amplios, unitarios, idealmente de orden cosmogónico,
en donde el hombre es solamente una parte más de todo el conjunto,
integrado totalmente en él. Y para ello, el discurso mítico recurre
a una multiplicidad de aproximaciones sobre un mismo fenómeno, dada
la complejidad y riqueza simbólica del mismo, acrecentada además
por su repetición arquetípica. Dichas aproximaciones son, en ese
discurso, complementarias y no coplanarias. En oposición al discurso
lógico, un mismo fenómeno puede tener diferentes maneras de ser
descrito, que no son contradictorias porque abordan distintos
aspectos de una realidad compleja, con múltiples facetas.
Evidentemente, esta multiplicidad vista desde el discurso lógico,
totalmente lineal, puede parecer incoherente, sin serlo en absoluto.
La
impermeabilidad entre ambos discursos no es motivo para que no sean
compatibles, generando ambos
(con diferentes mecanismos) conocimiento diferente sobre realidades
diferentes: conocimiento del pasado –de "todos" los
pasados-, facilitando así la comprensión y aceptación de lo que
ese pasado ha traído hasta nuestro presente.
(José Carlos Vilches Peña. Vielha, marzo 2006.)